En este blog se presentan fragmentos originales de los libros que leí. No vierto aquí mis opiniones personales pues considero más efectivo que el mismo autor se encargue de seducirte con sus propias palabras.

viernes, 1 de agosto de 2014

Los muros de agua - José Revueltas

En las tardes de llovizna ligera, cuando llueve con sol -y pagan los avaros, se dice-, la tierra comienza a despedir un olor fresco, un olor vegetal de cortezas jóvenes y tallos vigorosos. Entonces los automóviles de la ciudad caminan más despacio, voluptuosamente, y de sus neumáticos surge un ruido favorable, descansado, inactivo y dulce. Es el rumor del agua viajera, sin fango, sin malos propósitos, que baja de las nubes inocentes con el solo fin de dar más luz a la ciudad y acentuar sus tonos claros, sus imposibles cercanías. Sin embargo, cuando la llovizna juvenil se transforma en aguacero, en alguno de esos aguaceros violentos, roncos, que revuelven el paisaje y lo enturbian de amarillo con su barro y con las pisadas sucias de sus mil transeúntes, cuando eso ocurre, entonces el rumor de los neumáticos sobre el pavimento degenera en chapoteo; la suavidad y la blandura pierden ligereza; se asiste a un ruido lóbrego, como de enfermedades y desgracias, y el alma vuélvese aprensiva, taciturna, como si del inminente cielo fuese a descender un mensaje final e inapelable.


...una calle sola y larga, cargada de infinito.



...y abajo, en los neumáticos, había nacido un tacto misterioso que palpaba la superficie brusca y desconocida, el agua espesa, el sitio desolado por el fango, hollado por la soledad de las cosas lejanas.


El silencio no era limpio. Tenía esa virtud estorbosa y difícil del aire cuando el humo de las chimeneas lo hace impuro, inexacto.


Y aquel humo era una especie de murmullos, de correr apagado de palabras sin rumbo, a ras del suelo, como la niebla en los amaneceres.


...sobre la concavidad inenarrable del cielo.


...en ese instante sin equilibrio, en ese instante desnudo...


El vagón de ferrocarril donde fueron arrojados no tenía límites, no tenía dimensión alguna. Porque durante aquella noche todo sucedía como en el infinito, sin paredes y sin estrellas. En el interior el vagón se podía caminar, a la ventura, durante un siglo entero, ya que no existe nada más vacío y eterno que la ceguera. Y el mundo estaba ciego, ausente de ojos, mientras la lluvia, golpeando, batiendo, era llorada ¡quién sabe!, por fuerzas inconmensurables, acaso por turbios ojos celestes de ángeles, allá arriba.


...Clotilde apareció, con una cara grande, fea, de catedral sin adornos...


¡Si la noche, siquiera, tuviese menos intensidad y menos fondos...!
Porque noches de una naturaleza así, tan profundas, tan sin estrellas, son abismo para el dolor y para que ocurran las cosas irreparables.


Más el dolor es una cosa que avanza, tocando con dedos insistentes. Es un líquido que corroe y demadeja, que horada como una barreta en el corazón de las canteras. De pronto, también, es una bahía cuyos dos brazos flexibles se abren y se cierran a tiempo que el pecho se contrae, al respirar.


Ernesto sintió sobre su pecho un deseo de llorar, de pedir clemencia. Hubiese querido arrodillarse e invocar entidades divinas, aun cuando no creyera en ellas. Porque en ese instante, en que toda razón tropezaba y permanecía rígida, incapaz, el espíritu se acogía al cielo, a lo irreal, a lo que estaba fuera de la lógica y era una esperanza oscura, fuera del tiempo y de la tierra.


El paisaje mudaba, alterando caprichosamente los puntos cardinales.


La maestra de matemáticas era una mujer pequeñita, angulosa como un costal relleno de escuadras cuyas puntas salían por todos lados, por los hombros, por las caderas, por las costillas.


“Pi, por R al cuadrado”, luego “tres, catorce, dieciséis.” ¿Por qué aquella propensión desoladora al infinito? ¿Por qué tantas fracciones, tantas aproximaciones casi exactas, que dejaban a la inexactitud, sin embargo, como una entidad obsesiva, eternamente presente y reiterada?


Hay que imaginarse y comprender lo que significa una vida vacía y pobre, sin el menor sentido; imaginarse y comprender lo que es un desierto, sin sombra ni vegetación alguna, abierto de par en par a todas las desolaciones.


...el verdadero cielo, con nubes largas y sucias, como vendas de una enfermería.


La mente es algo curioso y casi inverosímil. Tiene una extraordinaria semejanza con un escenario de ésos muy profundos -tanto que se sentiría vértigo-, que tuviese una serie sucesiva de decoraciones imprevistas. Primero una, después otra y otra, sin acabar jamás, porque la mente, en el fondo, es insondable. También se parece a dos grandes y descomunales espejos encontrados, que se reprodujeran a sí mismos sin cansancio y de una una manera tan infinita como en las pesadillas, con la diferencia que, a medida en que apareciesen nuevos espejos – espejos y espejos como una torre de Babel- las figuras reproducidas fueran siendo otras o, con mayor exactitud, las mismas, pero vistas en aspectos desconocidos, como si a cada nueva aparición se descompusieran en sus elementos integrantes creando la falsa idea de que, después de algún tiempo, en el más lejano y último de los espejos, acabaría por encontrárselas, simples ya, y como quien dice “monocelulares”, poniendo al descubierto su origen y con ella el origen de todas las cosas, el secreto del universo, y el principio de lo que existe. Pero ya se ha dicho que, en todo caso- y aun dejándose llevar por ilusiones ópticas-, se trata de una falsa idea o si se quiere, de un “espejismo”. La mente, no obstante, es así. Nosotros, tenemos un pensamiento, una emoción, un instinto. Mas todos ellos -y cada uno en lo paritcular- se pueden descomponer en mil pedazos y no encontraremos jamás el camino, no encontraremos jamás lo simple ni lo primario.


¡Oh, viaje pesado y negro! Navegarían aún por cuarenta y tantas o más horas, como se navega siempre en el mar, con el corazón turbado y el espíritu en duda; como se navegaba siempre en esas aguas inmensas, sin fin ni principio, bajo la idea, apenas insinuada, pero firme e insistente, de que se marcha sin destino, al azar, persiguiendo cosas vanas e ilusiones distantes.


En el borde de las Islas, el mar se volvía blanco, revuelto con la arena y sobre los acantilados el agua reventaba, elevándose como en candelabros de espuma.


Porque, ciertamente, basta con sólo penetrar en el sentido y en el aire de cualquier establecimiento gubernamental -orfanatorios, hospitales, cárceles, y hasta las escuelas- para darse cuenta del complicado universo de pasiones e intereses que existe ahí. Desde el director hasta el último empleado, todos giran en torno de la institución, ciegos, maniobrando para conservar el empleo o hacerlo más lucrativo, y las cosas que ocurren -baladíes en otro sitio- . Después dice uno: ¡pero qué fantástica insignificancia cobra una importancia de vida o muerte y en derredor de ella se urden intrigas interminables, donde se llega a extremos que no se pueden creer!


...cuando el aire volvíase fino y la atmósfera se transparentaba hasta hacer próximas las cosas.


Era un hombre de estatura regular, frente amplia, blanco, de manos muy finas y aire semibohemio, de intelectual. Se reconocía en él a esos profesionistas veloces, llenos de intrepidez y de tino, que saben actuar en el momento propicio, con la frase adecuada o el halago justo (son siempre secretarios de alguien importante, o jefes de algo). Con sólo observarlo se intuía que era uno de esos personales dobles, o con mayor exactitud, que hacen una vida doble, consagrándose, por una parte, a los negocios oficiales -que tienen su juego, su pasión, su historia endiablada-, y por otra parte a un género específico y singular de “creación”, consistente en escribir versos, cuentos, ensayos que las prensas del gobierno imprimen con diligencia y editan en lujosos volúmenes destinados al gobernador, al ministro, al diputado y al senador, no obstante que ninguno de éstos los lee, formándose empero, un alto concepto del “escritor”, debido, sin duda, a ese influjo supersticioso que la letra de molde ejerce sobre algunos espíritus.


...se le notaba cierta juventud, cierta variedad de lozanía trágica y de jovialidad a destiempo.


...y un solo esfuerzo, aun simple y leve, produciría una congestión muscular, una de esas endiabladas catástrofes invisibles que ocurren en el fondo de los cuerpos y los desligan de la tierra.


La naturaleza estaba sobrecogida, temblando bajo el agua. Se adivinaban en la impenetrable noche, los gigantescos árboles en movimiento; las corpulentas higueras, abatidas por el vendaval; la selva toda, crepitante, como llena de lamentos y de sordas protestas. Más allá, el mar embravecido se sacudiría, negro y porfiado, primitivo como al comienzo del mundo, capaz de reinar él solo sobre toda la tierra.


...sucumbirían al terrible imperativo del sexo, que es como la sed.


...no alcanzó a comprender la magnitud del hecho y estuvo a punto de sonreír, con la embarazosa sonrisa con que un transeúnte pretende justificar un resbalón.


...pensaba en lo indeleble de la injuria.


Aun cuando después de esto daba la impresión de tranquilidad, sentado nuevamente tras el escritorio, le temblaban las mejillas en un tic ingobernable, pues la mejillas, como otras partes del cuerpo, cuentan con músculos manejados desde lejos por la subconciencia.


Las noches de la Isla son palpitantes y llenas de misterio. Del océano salen sombras oscuras y cálidas, que se detienen en el aire adhiriéndose a los hombres y penetrando en sus sueños. Entonces aparecen mareas difusas, llamamientos que vienen de muy lejos y referencias interiores que vuelven el espíritu hacia sus propios orígenes. Nadie puede resistir el influjo y se experimenta la necesidad de ir hacia el mar, desde la playa, como hacia un viejo dios, no para oír palabras ni rumores, sino para no oír nada, y quedarse en la oscuridad, donde cielo y agua se adivinan, y se adivinan, también, todos los recuerdos, el amor ausente, la vida infructuosa, los anhelos sin utilidad y los esfuerzos sin gloria.


El subteniente se movía como en la eternidad, dando a cada paso un prestigio de siglos.


...lleno de paz, paz sin alegría, hueca y grande como un fruto muerto.


Continuó Santos su marcha con el espíritu acongojado, sin comprender lo que puede ocurrir en la vida. Llega un momento en que nadie es capaz de gobernarla, en que ella se erige por encima de todo, volviéndose destino. Entonces el hombre se convierte en una hoja, en un clavo, a merced del aire de los golpes. ¿Y quién puede oponer una muralla al viento y quién una palabra al golpe, inexorable y fijo?


...con cierta nostalgia sorprendente (pues también los gringos sienten nostalgia y es cuando el rostro se les vuelve como mexicano)...


La soledad tenía para ella una virtud paradójicamente propicia al pecado. No es ningún bien la soledad, ni nada enaltecido; es una forma, enfermiza, sin freno, de exaltación íntima y de cinismo. En la soledad piérdense temores y represiones; el espíritu que se sabe, grosero, ruin, bajo -aún el más noble entre ellos- no tiene empacho en mostrarse a sí mismo como es, y de esta suerte la soledad se transforma en un goce sensual, en una voluptuosidad incógnita, feroz, sin limitaciones y sin careta.


FRAGEMTNO DE LA INTRO: “A propósito de los muros de agua” , por el autor.
Más adelante una especie de ciego pasea en el patio. No es precisamente un ciego. Se cubre con unas gafas negras y tantea el piso con un palo de escoba, con pequeños golpecitos telegráficos.





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