En
las tardes de llovizna ligera, cuando llueve con sol -y pagan los
avaros, se dice-, la tierra comienza a despedir un olor fresco, un
olor vegetal de cortezas jóvenes y tallos vigorosos. Entonces los
automóviles de la ciudad caminan más despacio, voluptuosamente, y
de sus neumáticos surge un ruido favorable, descansado, inactivo y
dulce. Es el rumor del agua viajera, sin fango, sin malos propósitos,
que baja de las nubes inocentes con el solo fin de dar más luz a la
ciudad y acentuar sus tonos claros, sus imposibles cercanías. Sin
embargo, cuando la llovizna juvenil se transforma en aguacero, en
alguno de esos aguaceros violentos, roncos, que revuelven el paisaje
y lo enturbian de amarillo con su barro y con las pisadas sucias de
sus mil transeúntes, cuando eso ocurre, entonces el rumor de los
neumáticos sobre el pavimento degenera en chapoteo; la suavidad y la
blandura pierden ligereza; se asiste a un ruido lóbrego, como de
enfermedades y desgracias, y el alma vuélvese aprensiva, taciturna,
como si del inminente cielo fuese a descender un mensaje final e
inapelable.
...una calle sola y larga, cargada de infinito.
...y
abajo, en los neumáticos, había nacido un tacto misterioso que
palpaba la superficie brusca y desconocida, el agua espesa, el sitio
desolado por el fango, hollado por la soledad de las cosas lejanas.
El
silencio no era limpio. Tenía esa virtud estorbosa y difícil del
aire cuando el humo de las chimeneas lo hace impuro, inexacto.
Y
aquel humo era una especie de murmullos, de correr apagado de
palabras sin rumbo, a ras del suelo, como la niebla en los
amaneceres.
...sobre
la concavidad inenarrable del cielo.
...en
ese instante sin equilibrio, en ese instante desnudo...
El
vagón de ferrocarril donde fueron arrojados no tenía límites, no
tenía dimensión alguna. Porque durante aquella noche todo sucedía
como en el infinito, sin paredes y sin estrellas. En el interior el
vagón se podía caminar, a la ventura, durante un siglo entero, ya
que no existe nada más vacío y eterno que la ceguera. Y el mundo
estaba ciego, ausente de ojos, mientras la lluvia, golpeando,
batiendo, era llorada ¡quién sabe!, por fuerzas inconmensurables,
acaso por turbios ojos celestes de ángeles, allá arriba.
...Clotilde
apareció, con una cara grande, fea, de catedral sin adornos...
¡Si
la noche, siquiera, tuviese menos intensidad y menos fondos...!
Porque
noches de una naturaleza así, tan profundas, tan sin estrellas, son
abismo para el dolor y para que ocurran las cosas irreparables.
Más
el dolor es una cosa que avanza, tocando con dedos insistentes. Es un
líquido que corroe y demadeja, que horada como una barreta en el
corazón de las canteras. De pronto, también, es una bahía cuyos
dos brazos flexibles se abren y se cierran a tiempo que el pecho se
contrae, al respirar.
Ernesto
sintió sobre su pecho un deseo de llorar, de pedir clemencia.
Hubiese querido arrodillarse e invocar entidades divinas, aun cuando
no creyera en ellas. Porque en ese instante, en que toda razón
tropezaba y permanecía rígida, incapaz, el espíritu se acogía al
cielo, a lo irreal, a lo que estaba fuera de la lógica y era una
esperanza oscura, fuera del tiempo y de la tierra.
El
paisaje mudaba, alterando caprichosamente los puntos cardinales.
La
maestra de matemáticas era una mujer pequeñita, angulosa como un
costal relleno de escuadras cuyas puntas salían por todos lados, por
los hombros, por las caderas, por las costillas.
“Pi,
por R al cuadrado”, luego “tres, catorce, dieciséis.” ¿Por
qué aquella propensión desoladora al infinito? ¿Por qué tantas
fracciones, tantas aproximaciones casi exactas, que dejaban a la
inexactitud, sin embargo, como una entidad obsesiva, eternamente
presente y reiterada?
Hay
que imaginarse y comprender lo que significa una vida vacía y pobre,
sin el menor sentido; imaginarse y comprender lo que es un desierto,
sin sombra ni vegetación alguna, abierto de par en par a todas las
desolaciones.
...el
verdadero cielo, con nubes largas y sucias, como vendas de una
enfermería.
La
mente es algo curioso y casi inverosímil. Tiene una extraordinaria
semejanza con un escenario de ésos muy profundos -tanto que se
sentiría vértigo-, que tuviese una serie sucesiva de decoraciones
imprevistas. Primero una, después otra y otra, sin acabar jamás,
porque la mente, en el fondo, es insondable. También se parece a dos
grandes y descomunales espejos encontrados, que se reprodujeran a sí
mismos sin cansancio y de una una manera tan infinita como en las
pesadillas, con la diferencia que, a medida en que apareciesen nuevos
espejos – espejos y espejos como una torre de Babel- las figuras
reproducidas fueran siendo otras o, con mayor exactitud, las mismas,
pero vistas en aspectos desconocidos, como si a cada nueva aparición
se descompusieran en sus elementos integrantes creando la falsa idea
de que, después de algún tiempo, en el más lejano y último de los
espejos, acabaría por encontrárselas, simples ya, y como quien dice
“monocelulares”, poniendo al descubierto su origen y con ella el
origen de todas las cosas, el secreto del universo, y el principio
de lo que existe. Pero ya se ha dicho que, en todo caso- y aun
dejándose llevar por ilusiones ópticas-, se trata de una falsa idea
o si se quiere, de un “espejismo”. La mente, no obstante, es así.
Nosotros, tenemos un pensamiento, una emoción, un instinto. Mas
todos ellos -y cada uno en lo paritcular- se pueden descomponer en mil
pedazos y no encontraremos jamás el camino, no encontraremos jamás
lo simple ni lo primario.
¡Oh,
viaje pesado y negro! Navegarían aún por cuarenta y tantas o más
horas, como se navega siempre en el mar, con el corazón turbado y el
espíritu en duda; como se navegaba siempre en esas aguas inmensas,
sin fin ni principio, bajo la idea, apenas insinuada, pero firme e
insistente, de que se marcha sin destino, al azar, persiguiendo cosas
vanas e ilusiones distantes.
En
el borde de las Islas, el mar se volvía blanco, revuelto con la
arena y sobre los acantilados el agua reventaba, elevándose como en
candelabros de espuma.
Porque,
ciertamente, basta con sólo penetrar en el sentido y en el aire de
cualquier establecimiento gubernamental -orfanatorios, hospitales,
cárceles, y hasta las escuelas- para darse cuenta del complicado
universo de pasiones e intereses que existe ahí. Desde el director
hasta el último empleado, todos giran en torno de la institución,
ciegos, maniobrando para conservar el empleo o hacerlo más
lucrativo, y las cosas que ocurren -baladíes en otro sitio- .
Después dice uno: ¡pero qué fantástica insignificancia cobra una
importancia de vida o muerte y en derredor de ella se urden intrigas
interminables, donde se llega a extremos que no se pueden creer!
...cuando
el aire volvíase fino y la atmósfera se transparentaba hasta hacer
próximas las cosas.
Era
un hombre de estatura regular, frente amplia, blanco, de manos muy
finas y aire semibohemio, de intelectual. Se reconocía en él a esos
profesionistas veloces, llenos de intrepidez y de tino, que saben
actuar en el momento propicio, con la frase adecuada o el halago
justo (son siempre secretarios de alguien importante, o jefes de
algo). Con sólo observarlo se intuía que era uno de esos personales
dobles, o con mayor exactitud, que hacen una vida doble,
consagrándose, por una parte, a los negocios oficiales -que tienen
su juego, su pasión, su historia endiablada-, y por otra parte a un
género específico y singular de “creación”, consistente en
escribir versos, cuentos, ensayos que las prensas del gobierno
imprimen con diligencia y editan en lujosos volúmenes destinados al
gobernador, al ministro, al diputado y al senador, no obstante que
ninguno de éstos los lee, formándose empero, un alto concepto del
“escritor”, debido, sin duda, a ese influjo supersticioso que la
letra de molde ejerce sobre algunos espíritus.
...se
le notaba cierta juventud, cierta variedad de lozanía trágica y de
jovialidad a destiempo.
...y
un solo esfuerzo, aun simple y leve, produciría una congestión
muscular, una de esas endiabladas catástrofes invisibles que ocurren
en el fondo de los cuerpos y los desligan de la tierra.
La
naturaleza estaba sobrecogida, temblando bajo el agua. Se adivinaban
en la impenetrable noche, los gigantescos árboles en movimiento; las
corpulentas higueras, abatidas por el vendaval; la selva toda,
crepitante, como llena de lamentos y de sordas protestas. Más allá,
el mar embravecido se sacudiría, negro y porfiado, primitivo como al
comienzo del mundo, capaz de reinar él solo sobre toda la tierra.
...sucumbirían
al terrible imperativo del sexo, que es como la sed.
...no
alcanzó a comprender la magnitud del hecho y estuvo a punto de
sonreír, con la embarazosa sonrisa con que un transeúnte pretende
justificar un resbalón.
...pensaba
en lo indeleble de la injuria.
Aun
cuando después de esto daba la impresión de tranquilidad, sentado
nuevamente tras el escritorio, le temblaban las mejillas en un tic
ingobernable, pues la mejillas, como otras partes del cuerpo, cuentan
con músculos manejados desde lejos por la subconciencia.
Las
noches de la Isla son palpitantes y llenas de misterio. Del océano
salen sombras oscuras y cálidas, que se detienen en el aire
adhiriéndose a los hombres y penetrando en sus sueños. Entonces
aparecen mareas difusas, llamamientos que vienen de muy lejos y
referencias interiores que vuelven el espíritu hacia sus propios
orígenes. Nadie puede resistir el influjo y se experimenta la
necesidad de ir hacia el mar, desde la playa, como hacia un viejo
dios, no para oír palabras ni rumores, sino para no oír nada, y
quedarse en la oscuridad, donde cielo y agua se adivinan, y se
adivinan, también, todos los recuerdos, el amor ausente, la vida
infructuosa, los anhelos sin utilidad y los esfuerzos sin gloria.
El
subteniente se movía como en la eternidad, dando a cada paso un
prestigio de siglos.
...lleno
de paz, paz sin alegría, hueca y grande como un fruto muerto.
Continuó
Santos su marcha con el espíritu acongojado, sin comprender lo que
puede ocurrir en la vida. Llega un momento en que nadie es capaz de
gobernarla, en que ella se erige por encima de todo, volviéndose
destino. Entonces el hombre se convierte en una hoja, en un clavo, a
merced del aire de los golpes. ¿Y quién puede oponer una muralla al
viento y quién una palabra al golpe, inexorable y fijo?
...con
cierta nostalgia sorprendente (pues también los gringos sienten
nostalgia y es cuando el rostro se les vuelve como mexicano)...
La
soledad tenía para ella una virtud paradójicamente propicia al
pecado. No es ningún bien la soledad, ni nada enaltecido; es una
forma, enfermiza, sin freno, de exaltación íntima y de cinismo. En
la soledad piérdense temores y represiones; el espíritu que se
sabe, grosero, ruin, bajo -aún el más noble entre ellos- no tiene
empacho en mostrarse a sí mismo como es, y de esta suerte la soledad
se transforma en un goce sensual, en una voluptuosidad incógnita,
feroz, sin limitaciones y sin careta.
FRAGEMTNO
DE LA INTRO: “A propósito de los muros de agua” , por el autor.
Más
adelante una especie de ciego pasea en el patio. No es precisamente
un ciego. Se cubre con unas gafas negras y tantea el piso con un palo
de escoba, con pequeños golpecitos telegráficos.
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