En este blog se presentan fragmentos originales de los libros que leí. No vierto aquí mis opiniones personales pues considero más efectivo que el mismo autor se encargue de seducirte con sus propias palabras.

miércoles, 30 de julio de 2014

El palacio de la luna - Paul Auster

A menudo se mostraba distraída, propensa a un ligero mal humor, y a veces percibía que emanaba de ella una verdadera tristeza, una sensación de que estaba batallando con alguna vasta y eterna confusión.


...tenía tendencia a la apatía y la ensoñación, a fugas repentinas y prolongados letargos.


Dadas las dificultades que el mundo real nos había creado, probablemente era lógico que quisiéramos abandonarlo lo más a menudo posible.



Después entré en un trance de comer y olvidar.


Pero el bien que estos alimentos podían haberme hecho quedó anulado por el veneno de mis pensamientos.


Oí que alguien llamaba a la puerta con los nudillos, pero decidí que no valía la pena hacer el esfuerzo de ver quién era. Estaba pensando y no quería que me molestaran. Varias horas después oí que volvían a llamar. Esta segunda vez, la llamada era muy diferente de la primera y pensé que no podía tratarse de la misma persona. Era un aporreo grosero y brutal, un puño airado que hacía que la puerta temblara, mientras que la primera llamada había sido discreta, casi vacilante: obra de un solo nudillo que enviaba un mensaje íntimo con ligeros golpecitos sobre la madera. Estuve varias horas dándole vueltas en la cabeza a estas diferencias, reflexionando sobre la riqueza de información humana que se esconde en tan simples sonidos.


Yo habia saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que significa ese terror. Yo habia saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.


Me asaltaron mil penas de mi infancia y me sentí impotente para defenderme de ellas.


Seguí así durante los próximos días. Mi estado de ánimo saltaba temerariamente de un extremo al otro, haciéndome pasar de la alegría a la desesperación tan a menudo que mi mente salía maltrecha del viaje. Casi cualquier cosa podía provocar el cambio: una súbita confrontación con el pasado, una sonrisa casual de un desconocido, la forma en que la luz daba en la acera a una hora determinada. Me esforcé por recuperar cierto equilibrio, pero fue en vano: todo era inestabilidad, torbellino, loco capricho. Un momento estaba entregado a una meditación filosófica, absolutamente convencido de que estaba a punto de entrar en las filas de los iluminados; al siguiente estaba llorando, abrumando por el peso de mi propia angustia. Mi ensimismamiento era tan intenso que ya no podía ver las cosas tal y como eran: los objetos se convertían en pensamientos y cada pensamiento era parte del drama que estaba siendo interpretado en mi interior.


El aspecto que tengas no importa. (...) En cambio, el modo en que actúas dentro de tu ropa es de la máxima importancia.


Estaba medio sordo a causa del hambre, pero cuando me ocurría algo bueno, no se lo atribuía tanto a la casualidad como a un especial estado anímico. Si lograba mantener el adecuado equilibrio entre deseo e indiferencia me parecía que de alguna manera podía conseguir por medio de la voluntad que el universo me respondiera. (...) En otras palabras conseguía lo que quería sólo si no lo quería. No tenía sentido pero lo incomprensible del argumento era lo que me atraía. Si mis deseos únicamente podían ser satisfechos no pensando en ellos, entonces todo pensamiento acerca de mi situación era necesariamente contraproducente. En el momento en que empecé a abrazar esta idea, me encontré haciendo equilibrios en una imposible cuerda floja de consciencia. Porque ¿cómo se puede no pensar en el hambre cuando estás siempre hambriento? ¿Cómo hacer callar a tu estómago cuando está llamándote constantemente, rogando que lo llenes? Es casi imposible no hacer caso de estas súplicas. Una y otra vez sucumbía a ellas, y no bien lo hacía, sabía automáticamente que había destruido mis posibilidades de recibir ayuda. El resultado era ineludible, tan rígido y preciso como una fórmula matemática. Mientras me preocupara por mis problemas, el mundo me volvería la espalda. Eso no me dejaba otra alternativa que la de apañármelas por mi cuenta, agenciarme lo que pudiera. Pasaba el tiempo. Un día, dos días, tal vez tres o cuatro, y poco a poco borraba de mi mente todo pensamiento de salvación, me daba por perdido. Sólo entonces se producía alguno de los sucesos milagrosos. Siempre me cogían totalmente por sorpresa. No podía predecirlos y, una vez que sucedían, no podía contar con que hubiera otro. Cada milagro era siempre, por lo tanto, el último milagro. Y porque era el último, continuamente me veía arrojado al principio, continuamente tenía que comenzar de nuevo la batalla.


Mi cabeza ardía de teorías librescas, voces encontradas, complicados coloquios interiores.



Durante una hora o dos me esforcé por no compadecerme de mí mismo, pero luego renuncié y me entregué a una orgía de gritos y maldiciones, poniendo todas mis energías en los más viles improperios que se me ocurrían: repugnantes ristras de injurias, infames y retorcidos insultos, altisonantes exhortaciones contra Dios y la patria. Al cabo de un rato me había excitado hasta tal punto que sollozaba entre las palabras, vociferando e hipando literalmente al mismo tiempo, a pesar de lo cual lograba frases tan ingeniosas y prolijas que habrían dejado impresionado incluso a un degollador turco. Esto duró una media hora. Luego estaba tan agotado que me quedé dormido allí mismo, de pie. Estuve adormilado varios minutos, hasta que me despertó un nuevo aguacero. Quise reanudar el ataque, pero estaba ya demasiado cansado y ronco para gritar. El resto de la noche lo pasé allí en trance de autocompasión, esperando a que amaneciera.



Lo único que sentía era remordimiento, una paralizante sensación de mi propia estupidez.



La verdad es que fracasé miserablemente. Pero el fracaso no invalida la sinceridad del intento.



No era gran cosa pero era mía. Después de tantos meses de incertidumbre, me consolaba simplemente poder estar entre aquellas cuatro paredes, saber que ahora había un sitio en el mundo que podía llamar mío.



Era una sensación a la vez rara y agradable la de estar sentado en un interior mientras el mundo se ocupaba de sus asuntos...



Pasó mucho tiempo, dos o tres minutos, una eternidad cuando se está esperando que alguien hable.



Excepto en la negrura de la más negra de las noches, el cielo y la tierra son siempre diferentes.



El viento soplaba tan fuerte que uno no oía sus propios pensamientos.



Descubrió que el vedadero sentido del arte no era crear objetos bellos. Era un método de conocimiento, una forma de penetrar en el mundo y encontrar el sitio que nos corresponde en él, y cualquier cualidad estética que pudiera tener un cuadro determinado no era más que un subproducto casual del esfuerzo de librar esa batalla, de entrar en el corazón de las cosas.



-Me cuesta imaginarte como bibliotecario, Fogg.
-Reconozco que se hace raro, pero creo que puede ser adecuado para mí. Después de todo, las bibliotecas no están en el mundo. Son sitios aparte, santuarios del pensamiento puro. De ese modo, podré seguir viviendo en la luna el resto de mi vida.



El barco no iba lleno a esa hora del día y en cubierta había más gaviotas que pasajeros.



Era uno de esos hombres monstruosamente gordos con los que a veces se cruza uno entre la multitud: por mucho que uno se esfuerce en desviar la vista, no puede remediar quedarse mirándole con la boca abierta. Era titánico en su obesidad, de una redondez tan protuberante que uno no podía mirarle sin sentirse encogido. Era como si su tridimensionalidad fuese más pronunciada que la de otras personas. No solo ocupaba más espacio que los demás, sino que parecía rebosarlo, rezumar por los bordes de sí mismo y habitar zonas en las que no estaba.



Había dejado de mirarlas y por lo tanto habían dejado de existir.



...la mandaron a Suiza para lo que llamaron “un largo descanso”, Barber descubrió mucho después que Suiza era solamente una forma cortés de referirse a un manicomio en Hartford, Connecticut.



...todos convivieron en una especie de malhumorada armonía.



Seguí conduciendo, sin parar, durante doce horas. Cayó la noche cuando entraba en Iowa y, poco a poco, el mundo se redujo a una inmensidad de estrellas.





1 comentario:

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