A menudo se mostraba distraída,
propensa a un ligero mal humor, y a veces percibía que emanaba de
ella una verdadera tristeza, una sensación de que estaba batallando
con alguna vasta y eterna confusión.
...tenía tendencia a la apatía y la
ensoñación, a fugas repentinas y prolongados letargos.
Dadas las dificultades que el mundo
real nos había creado, probablemente era lógico que quisiéramos
abandonarlo lo más a menudo posible.
Después entré en un trance de comer y
olvidar.
Pero el bien que estos alimentos podían
haberme hecho quedó anulado por el veneno de mis pensamientos.
Oí que alguien llamaba a la puerta con
los nudillos, pero decidí que no valía la pena hacer el esfuerzo de
ver quién era. Estaba pensando y no quería que me molestaran.
Varias horas después oí que volvían a llamar. Esta segunda vez, la
llamada era muy diferente de la primera y pensé que no podía
tratarse de la misma persona. Era un aporreo grosero y brutal, un
puño airado que hacía que la puerta temblara, mientras que la
primera llamada había sido discreta, casi vacilante: obra de un solo
nudillo que enviaba un mensaje íntimo con ligeros golpecitos sobre
la madera. Estuve varias horas dándole vueltas en la cabeza a estas
diferencias, reflexionando sobre la riqueza de información humana
que se esconde en tan simples sonidos.
Yo habia saltado desde el borde del
acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo,
ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que
me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No
disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de
lo que significa ese terror. Yo habia saltado desde el borde y
entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo
es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la
caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para
invalidar las leyes de la gravedad.
Me asaltaron mil penas de mi infancia y
me sentí impotente para defenderme de ellas.
Seguí así durante los próximos días.
Mi estado de ánimo saltaba temerariamente de un extremo al otro,
haciéndome pasar de la alegría a la desesperación tan a menudo que
mi mente salía maltrecha del viaje. Casi cualquier cosa podía
provocar el cambio: una súbita confrontación con el pasado, una
sonrisa casual de un desconocido, la forma en que la luz daba en la
acera a una hora determinada. Me esforcé por recuperar cierto
equilibrio, pero fue en vano: todo era inestabilidad, torbellino,
loco capricho. Un momento estaba entregado a una meditación
filosófica, absolutamente convencido de que estaba a punto de entrar
en las filas de los iluminados; al siguiente estaba llorando,
abrumando por el peso de mi propia angustia. Mi ensimismamiento era
tan intenso que ya no podía ver las cosas tal y como eran: los
objetos se convertían en pensamientos y cada pensamiento era parte
del drama que estaba siendo interpretado en mi interior.
El aspecto que tengas no importa. (...)
En cambio, el modo en que actúas dentro de tu ropa es de la máxima
importancia.
Estaba medio sordo a causa del hambre,
pero cuando me ocurría algo bueno, no se lo atribuía tanto a la
casualidad como a un especial estado anímico. Si lograba mantener el
adecuado equilibrio entre deseo e indiferencia me parecía que de
alguna manera podía conseguir por medio de la voluntad que el
universo me respondiera. (...) En otras palabras conseguía lo que
quería sólo si no lo quería. No tenía sentido pero lo
incomprensible del argumento era lo que me atraía. Si mis deseos
únicamente podían ser satisfechos no pensando en ellos, entonces
todo pensamiento acerca de mi situación era necesariamente
contraproducente. En el momento en que empecé a abrazar esta idea,
me encontré haciendo equilibrios en una imposible cuerda floja de
consciencia. Porque ¿cómo se puede no pensar en el hambre cuando
estás siempre hambriento? ¿Cómo hacer callar a tu estómago cuando
está llamándote constantemente, rogando que lo llenes? Es casi
imposible no hacer caso de estas súplicas. Una y otra vez sucumbía
a ellas, y no bien lo hacía, sabía automáticamente que había
destruido mis posibilidades de recibir ayuda. El resultado era
ineludible, tan rígido y preciso como una fórmula matemática.
Mientras me preocupara por mis problemas, el mundo me volvería la
espalda. Eso no me dejaba otra alternativa que la de apañármelas
por mi cuenta, agenciarme lo que pudiera. Pasaba el tiempo. Un día,
dos días, tal vez tres o cuatro, y poco a poco borraba de mi mente
todo pensamiento de salvación, me daba por perdido. Sólo entonces
se producía alguno de los sucesos milagrosos. Siempre me cogían
totalmente por sorpresa. No podía predecirlos y, una vez que
sucedían, no podía contar con que hubiera otro. Cada milagro era
siempre, por lo tanto, el último milagro. Y porque era el último,
continuamente me veía arrojado al principio, continuamente tenía
que comenzar de nuevo la batalla.
Mi cabeza ardía de teorías librescas,
voces encontradas, complicados coloquios interiores.
Durante una hora o dos me esforcé por
no compadecerme de mí mismo, pero luego renuncié y me entregué a
una orgía de gritos y maldiciones, poniendo todas mis energías en
los más viles improperios que se me ocurrían: repugnantes ristras
de injurias, infames y retorcidos insultos, altisonantes
exhortaciones contra Dios y la patria. Al cabo de un rato me había
excitado hasta tal punto que sollozaba entre las palabras,
vociferando e hipando literalmente al mismo tiempo, a pesar de lo
cual lograba frases tan ingeniosas y prolijas que habrían dejado
impresionado incluso a un degollador turco. Esto duró una media
hora. Luego estaba tan agotado que me quedé dormido allí mismo, de
pie. Estuve adormilado varios minutos, hasta que me despertó un
nuevo aguacero. Quise reanudar el ataque, pero estaba ya demasiado
cansado y ronco para gritar. El resto de la noche lo pasé allí en
trance de autocompasión, esperando a que amaneciera.
Lo único que sentía era
remordimiento, una paralizante sensación de mi propia estupidez.
La verdad es que fracasé
miserablemente. Pero el fracaso no invalida la sinceridad del
intento.
No era gran cosa pero era mía. Después
de tantos meses de incertidumbre, me consolaba simplemente poder
estar entre aquellas cuatro paredes, saber que ahora había un sitio
en el mundo que podía llamar mío.
Era una sensación a la vez rara y
agradable la de estar sentado en un interior mientras el mundo se
ocupaba de sus asuntos...
Pasó mucho tiempo, dos o tres minutos,
una eternidad cuando se está esperando que alguien hable.
Excepto en la negrura de la más negra
de las noches, el cielo y la tierra son siempre diferentes.
El viento soplaba tan fuerte que uno no
oía sus propios pensamientos.
Descubrió que el vedadero sentido del
arte no era crear objetos bellos. Era un método de conocimiento, una
forma de penetrar en el mundo y encontrar el sitio que nos
corresponde en él, y cualquier cualidad estética que pudiera tener
un cuadro determinado no era más que un subproducto casual del
esfuerzo de librar esa batalla, de entrar en el corazón de las
cosas.
-Me cuesta imaginarte como
bibliotecario, Fogg.
-Reconozco que se hace raro, pero creo
que puede ser adecuado para mí. Después de todo, las bibliotecas no
están en el mundo. Son sitios aparte, santuarios del pensamiento
puro. De ese modo, podré seguir viviendo en la luna el resto de mi
vida.
El barco no iba lleno a esa hora del
día y en cubierta había más gaviotas que pasajeros.
Era uno de esos hombres monstruosamente
gordos con los que a veces se cruza uno entre la multitud: por mucho
que uno se esfuerce en desviar la vista, no puede remediar quedarse
mirándole con la boca abierta. Era titánico en su obesidad, de una
redondez tan protuberante que uno no podía mirarle sin sentirse
encogido. Era como si su tridimensionalidad fuese más pronunciada
que la de otras personas. No solo ocupaba más espacio que los demás,
sino que parecía rebosarlo, rezumar por los bordes de sí mismo y
habitar zonas en las que no estaba.
Había dejado de mirarlas y por lo
tanto habían dejado de existir.
...la mandaron a Suiza para lo que
llamaron “un largo descanso”, Barber descubrió mucho después
que Suiza era solamente una forma cortés de referirse a un manicomio
en Hartford, Connecticut.
...todos convivieron en una especie de
malhumorada armonía.
Seguí conduciendo, sin parar, durante
doce horas. Cayó la noche cuando entraba en Iowa y, poco a poco, el
mundo se redujo a una inmensidad de estrellas.
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