En este blog se presentan fragmentos originales de los libros que leí. No vierto aquí mis opiniones personales pues considero más efectivo que el mismo autor se encargue de seducirte con sus propias palabras.

martes, 26 de agosto de 2014

El examen - Julio Cortázar

Nota del autor: Escribí “El examen” a mediados de 1950, en un Buenos Aires donde la imaginación poco tenía que agregar a la historia para obtener los resultados que verá el lector.
Como la publicación del libro era entonces imposible, sólo lo leyeron algunos amigos. Más adelante y desde muy lejos supe que esos mismos amigos habían creído ver en ciertos episodios una premonición de acontecimientos que ilustraron nuestros anales en 1952 y 53. no me sentí feliz por haber acertado a esas quinielas necrológicas y edilicias. En el fondo era demasiado fácil: el futuro argentino se obstina de tal manera en calcarse sobre el presente que los ejercicios de anticipación carecen de todo mérito.
Publico hoy este viejo relato porque irremediablemente me gusta su libre lenguaje, su fábula sin moraleja, su melancolía porteña, y también porque la pesadilla de donde nació sigue despierta y anda por las calles.



Le molestaba haber confundido a Juan con otro. La gorda Herlick hubiera dicho: “¿Ves? Trampas de la Gestalt: dadas tres líneas, cerrar imaginariamente el cuadrado. Dado un cuerpo más bien flaco y un pelo castaño y una manera de caminar arrastrando un ocio porteño, ver a Juan”.



Dos chicas salieron casi corriendo de un aula. Cambiaban frases como picotazos…



Caminó por Cangallo, sorteando a los transeúntes apurados. Hacía calor, hacía gente.



Pobre Abel, tan solo, tan buscando algo.



A mitad de la escalera se pararon a examinar el busto de Caracalla. A Clara le gustaba el gesto dominador de las cejas, cerrándose sobre los ojos como puentes. Siempre lo acariciaba al pasar, deplorando la rajadura de la nariz que le daba un aire bellaco.
-Un día te va a plantar un mordisco en la mano. Caracalla era así.
-Los Césares no muerden. Y con ese nombre tan dulce, Caracalla, señor de los romanos.
-No es un nombre dulce –dijo Juan-. Restalla como los látigos de sus cocheros.
-Confundís con Calígula
-No, ése suena a raíz amarga. Dos granos de calígula en un vaso de miel. O si no esto: El cielo está caligulado, ¿quién lo desencaligulará?...



Se sorprendió explorando con los dedos el contenido del paquete, andando como un bicho por la fría superficie arrugada de la coliflor. Se llevó los dedos a la nariz: olía débilmente a afrecho húmedo, a tiempo lluvioso en una sala con piano y muebles enfundados, a Para Ti guardado.



-Hay que apelar a los trucos –dijo Andrés-. A pregunta estúpida respuesta absurda. Los tres tipos de la mesa se quedan pensando si les estás tomando el pelo o realmente tenés algo en el mate. Como pasa el tiempo, se aburren y te aprueban.



…Che, ¿adónde vas ahora?
-A ver pasar la noche…



De acuerdo, pero, ¿vos te explicás esta ansiedad por mandarse mudar? Lo mismo es en el cine; media hora de cola para entrar, y después les falta tiempo para salir disparando… Formas superficiales de la ansiedad, supongo. También supongo que en todas partes será igual. Lo digo porque aquí hay una cantidad de sociólogos improvisados que creen reconocer conductas específicamente argentinas donde sólo hay conductas específicas a secas. Todas las pavadas que se han dicho sobre nuestra soledad, nuestro escapismo…
-La verdad es que aquí la gente está siempre ansiosa –dijo Juan-. Lo malo es que los motivos de su ansiedad suelen ser tan importantes como la pava del mate (andá a ver si ya hirvió, apuráte, seguro que ya hirvió, Dios mío, uno no se puede descuidar ni un minuto…)
-Che, el mate es una cosa importante –dijo Andrés.
-O el miedo a perder el tren, aunque salga uno cada diez minutos. Mirá, una vez me aboné a un ciclo de cuartetos. A mi lado había una señora que en todos los conciertos se iba antes de que empezara el último movimiento del último cuarteto. Como ya éramos amigos, la tercera vez me explicó que si perdía entren para Lomas de Zamora tendría que esperar veinte minutos en Constitución. Y así cambiaba veinte minutos por el Assez vif et rhythmé de Ravel.
-Peores cosas se han cambiado por un plato de lentejas –dijo Andrés-.



-Cuando yo me despierto –dijo Juan- lo primero que se me ocurre com medida de emergencia es volver a dormirme.
-Lo que llaman cerrar los ojos a la realidad –dijo Andrés-. Ahora fijáte en esto que es importante. Hablás de volver a dormirte y tratás de hacerlo. Pero te equivocás al creer que en esa forma te vas a replegar sobre vos mismo, quete vas a amurallar detrás de lo que te defiende de eso que está enfrente de vos. Dormir no es más que perderse, y cuando tratás de dormirte lo que estás buscando es una segunda fuga.
-Ya sé, una muertecita liviana, sin consecuencias –dijo Juan-. Pero viejo, ése es el gran prestigio del dormir, la perfección del apoliyo. Vacaciones de sí mismo, no ver y no verse. Perfecto, che.



El tranvía colgaba de sí mismo, mujer que anda a tumbos llena de paquetes. A Juan (que fue a parar a un rincón y ligó una ventanilla por uno de esos remolinos ruleteros raros que ocurren en todos los conflictos de voluntades y que se resuelven casi siempre aleatoriamente y que te dejan –pensó Clara- de a pie mientras el enorme zanguango se instala alegremente) a Juan le gustó la niebla en las ventanillas, las luces como tigres rápidos (pero qué bonito, qué bonito) corriendo por los vidrios empapados. Como siempre que se instalaba en un tranvía, lo invadió una renuncia, un abandono satisfactorio. Delegaba en el tranvía, dejaba que un fragmento de ciudad pasara lentamente por él, con curvas, paradas y bruscos arranques. La niebla lo ayudaba a sentirse pasivo, a resbalar cada vez más en un pequeño nirvana de un cuarto de hora, de diez cuadras quelos porteños jamás caminan si pueden evitarlo. (…) “Con tan poca cosa puede un hombre ser feliz”, pensó. “Ni siquiera un beso. Con tan poco. La taza de té preparada con su mínima liturgia, un insecto dormido sobre un libro, un perfume viejo. Sí, casi la nada…”




…cerrándola con un sonido seco y desabrido, un tarascón de perro flaco.




…Le era difícil salir del asiento porque Stella (“pide permiso con voz de novicia en una plaza de toros”, pensó. “A la gente de los tranvías  hay que dominarla con la voz si no se tienen codos”)



-¿Y por qué uno no se entera de lo que escribís? –dijo Juan-. En este país uno escribe por lo regular para los amigos, porque los editores están demasiado ocupados con las hojas en la tormenta y los séptimos círculos.



-No puedo luchar contra el calor de esta noche –dijo Clara-. Juan se ríe de mí cuando le digo que me basta pensar la frescura para sentirla. Es cierto, ando siempre con un biombo de clima para mí sola, pero esta noche me falla. Serán los nervios. –agregó con humildad.
-¿Y Juan está tranquilo?
-Dice que sí, pero mirálo cómo gesticula. Y ha escrito como un loco estas noches. A mitad de una ficha se ponía a escribir versos. Está furioso contra todo, le duele Buenos Aires, yo le duelo, anda mal comido, bostezando.



-Entendeme bien. No te niego el derecho y la razón de ser del intelectual. Está muy bien la poesía de Juan, mi diario y mis ensayos están muy bien. Pero fijate Clara, fijate en esto, en el fondo él y yo y los demás nos pavoneamos demasiado con lo que hacemos. A veces con lo que hacemos, y a veces por el hecho de hacerlo. Yo escribo. Dan ganas de contestar con lo más breve y más insolente del contragolpe inglés: So what?



…insisto en que éste es un país de observadores a secas, de gentes mironas que dejan confiada a una memoria precaria las imágenes que ven y las palabras que oyen. Cincuenta mil tipos viendo gambetear a Labruna: Argentina. De paso te da la posible proporción entre los inútiles y el creador. Vos me dirás que aquí hay grandes poetas, y es cierto. Yo he dicho que la poesía no es un mérito humano sino una fatalidad que se padece. Aquí hay un buen montón de hombres atacados de poesía, mientras que te invito a que me recuentes los creadores activos, es decir, los inteligentes.



Si se pudiera…
Pero no acabó la idea (que no tenía palabras, y podía ser detenida así en la mitad, disuelta en la nada, en esa cosa negra sin negrura de adentro, esa sensación de interior sin espacio) y siguió mirando a Clara, buscando aliviarse en el rostro inmóvil de Clara que atendía el diálogo.



…me sigo por la calle y me escupo la sombra…



(…) cielito de monedas (…)
…Casi no queda nada; sí, el amor vergonzoso
Entrando en los buzones para llorar, o andando
Solo por las esquinas (pero lo ven igual)
Guardando sus objetos dulces, sus fotos y leontinas
Y pañuelitos
Guardándolos en la región de la vergüenza,
La zona de bolsillo donde una pequeña noche murmura
Entre pelusas y monedas.



El examen se le daba como un término fijo, una boya hacia la cual avanzar. Buena cosa los términos fijos, los exámenes. Ante todo un término fijo es como una marquita de lápiz en la regla graduada: precisa lo que antecede, marca una distancia
Aquí un tiempo     un plazo    un impulso   




Mejor estar cansada en los exámenes, tenés mayor fosforenscencia. 




…y rodeaban a la mujer vestida de blanco, una túnica entre delantal de maestra y alegoría de la patria nunca pisoteada por ningún tirano….




…que servían en la ceremonia con movimientos de pericón desganado.



…las cosas son IRREVERSIBLES como el tiempo que-se-las-lleva



-¡Estás blanco como una hoja!- dijo Stella.
-Aclará qué clase de hoja- dijo Andrés, sin mirarla-. Por lo general las hojas son verdes.



Una cortina de macizas espaldas los detenía…



…como en las pilas de discos
Las cajas de herramientas
Las carpetas de papeles
La entrada estaba del otro lado, 



Un perro, casi invisible entre la columnata oscilante de los pantalones y las medias, olió los zapatos de Stella.



Entonces vio a Abel mezclado con la gente a su izquierda, bastante atrás. Sólo lo vio por uno de esos vaivenes de la multitud, como en medio de una conversación múltiple de repente cae un silencio instantáneo.
“Pasa un ángel”, dice la abuelita.
Un pozo de aire que dura, que hay que romper inventando la primera palabra, el golpe de timón que te saca del agujero.



Estilos caducos a necesidades nuevas. Me parece que Malraux ha señalado muy bien que hay una hora en la que las artes prefieren ser tomadas por regresivas antes que seguir copiando módulos desvitalizados…



No sé por qué pero no me gustan los perros entre la gente. Se vienen abajo, se contaminan.
-Toman un aire implorante que deprime un poco –dijo Andrés-.



…amándose con gestos de sonámbulos…



Juan se divertía (sin divertirse en modo alguno, con una diversión cutánea y para llenar la situación)




De arriba cayó un diluvio de luz (a veces los reflectores se movían) clavándolos como bichos en cartón.



Vamos, ahí hay un claro. Sigan a ese perro lanudo que sabe lo que hace.
El perro los sacó fuera en un instante, y el cronista se animó a acariciarle una oreja, agradecido. El perro le tiró un tarascón sin resultado.



El mozo, un gallego cejijunto, hablaba de la niebla como de un enemigo personal.



El deseo, linterna mágica…



-A mí me pasa lo mismo –dijo Juan-. ¿Por qué te crees que escribo poemas? Hay estados, momentos… mirá, en la duermevela pasan cosas asombrosas: de golpe uno se siente como una cuña a punto de hacer saltar todos los obstáculos. Cuando te despertás (¿a vos no te pasa, Andrés?) te queda a veces como un saber, un recuerdo. Entonces mirás y ahí está la mesa de luz y encima nada menos que el reloj, y más allá el espejo… Por eso yo suelo andar triste de mañana, por lo menos hasta que almuerzo.
-Paraíso perdido –dijo Clara-. Che, pero todo eso que dijiste a mí me parece que es un sucio aprovechamiento de las ideas platónicas. A lo mejor en algunos sueños uno es capaz de asomarse a las Ideas.
-Ojalá- dijo el cronista-. Pero los sueños están más bien llenos de teléfonos, escaleras, vuelos idiotas y persecuciones nada estimulantes.




En ese segundo sentí un horror que era como una convulsión, una especie de rebelión de todo el cuerpo y toda el alma (ustedes perdonen estos términos).



Hombrecito a tu sol. Y el sol a sus hombrecitos, día tras día.



-Dame lo die guitas, negro e’mierda –gritó el diariero de la esquina-. La puta madre que te redil parió, conchudo e’mierda, me cago en tu madre y en la puta que te recontraparió cabrón hijo de puta.
-Dixit –proclamó el cronista, encantado-. Qué animal. Son los seis días en bicicleta de la puteada.
-También en eso somos campeones –dijo Juan-. El incremento de la puteada debe estar en razón inversa de la fuerza de un pueblo.
-No es tan sencillo –dijo Andrés-. Más bien un problema de tensiones. Lo que vos querés decir es que nuestra puteada es hueca, un relleno para cualquier vacío vital. Puteamos por nada, nos damos cuerda, nos tendemos un puentecito sobre eso que se abre a los pies y nos puede tragar. Entonces cruzamos sobre la puteada y el impulso nos dura un rato, hasta la próxima. En cambio el símbolo de Cambronne es formidable y Hugo lo vio bien claro. El tipo puteó en el punto extremo de la tensión, de manera que la puteada le salió como de una ballesta, con todo Waterloo atrás.
(…)
-No es eso, psicoanalista de café exprés. Lo que insinué es un doble plano de nuestro putear; el inútil como razón, pero que nos estimula, y el necesario, nacido de tensiones trágicas (perdoná) que acaba de envenenarnos. Este tiene derecho a seguir, en el fondo es la tragedia y ya ves que mi adjetivo se sustantiva ahora macanudamente.




…¿Cuándo te vas a España?
-Si todo marcha bien, dentro de cinco cuadrados –dijo Salaver.
-Quiere decir dentro de cinco meses –tradujo el cronista…
(…)
-Cinco cuadrados –dijo Salaver, y puso el calendario tiempo arriba…




Clara caminaba escuchando el silencio interior, ese terciopelo que late en el fondo de los oídos, la resistencia de la noche del cuerpo a las estridencias de la calle y de las luces.



…soñar hermosos sueños, los de la primera mañana cuando entornando los ojos se ve que son las seis, delicia de estirar las piernas hasta el fondo, apretarse contra una espalda tibia y pesada, dejarse ir otra vez a lo hondo…




-El ministerio de Guerra parece de cartón –dijo Stella.
-Fina imagen –dijo el cronista.



-Hay que beber de la botella. Primero las señoras, y chinchin a Colón vestido de neblina. Stella, no sea tan melindres, haga como Clara que se le ve el pedigrí de una raza bebedora.
-Te va a quitar lo pegajoso de la niebla –dijo Clara, pasándole la botella-. La verdad que podía haber comprado vino blanco.
-No es propio –dijo el cronista-. No es en absoluto pertinente. Como pedirle a Charlie Parker que toque una mazurca.



…empecé escribiendo con mucho coraje cosas que ahora no me animaría a decir. Cosa curiosa, escribía con un lenguaje mogijato, sin siquiera una puteadita de cuando en vez. Todos se hablaban de tú y la acción era siempre anywhere, out of Buenos Aires. Es increíble cómo se puede aspirar tanto a la universalidad; me aterraba la idea de hacer algo local; pretendía que mis versos –Sí, Juancho, por ese entonces yo me rajaba unos sonetos feroces- y mis cuentos fueran igualmente inteligibles en Upsala que en Zárate. El lenguaje era estúpido, pero lo que yo intentaba decir con él tenía más fuerza que esto que escribo ahora.



Tuve un par de amigos que me querían mucho, creo que por eso mismo no elogiaban casi nunca mis cosas y tendían a criticarlas con una sacrificada severidad. No podía esperar bocas abiertas ni en uno ni en otro. Me señalaban todas las patinadas de plumas, todo lo inútil; veían en mí como un deber a corregir. Eso me obligó, por lealtad y agradecimiento, a cerrar las canillas mayores y dejar el chorrito de agua. Ponía la copa debajo y cada tantos días -y noches y noches dándole vueltas, limando sacando moviendo puteando-, empezaba a formarse algo que podía quedar. 



…solamente que escribía muy poco pero con muchísimas palabras.



Andrés escuchaba, cerrados los ojos. “Qué pobres cosas”, pensó. “Sólo en las pasiones, en el barro elemental somos iguales a cualquiera. Donde se inicia la pareja, donde arden los valores, el ajuste delicado del hombre con su mundo, su estricta confrontación, ahí nos perdemos…”



Nuestros abuelos llenaban de citas lo que escribían; ahora se lo considera una cursilería. Sin embargo las citas evitan decir peor lo que otro ya dijo bien, y además muestran siempre una dirección, una preferencia que ayuda a comprender al que las usa.



-Lo que uno se cultiva con ustedes –decía el cronista mirando a Stella, casi dormida en una punta del banco. Ahora faltaría solamente una excursión por la música, un toquecito de pintura, dos chorros de psicoanálisis, y después todos a casita que mañana hay que trabajar.



(A todo esto Abel pegaba la estampilla conforme a las instrucciones de Correos y Telecomunicaciones. Tal vez por esa rebelión presente en el porteño un poquito más hacia el medio de lo debido
Como para incomodar a la máquina selladora, forzarla a tantear, a repetir su gran patada de hierro en la pobre cartita azul aplastada por tanta plenitud
La escritura plana el sobre el plano
La estampilla
 (que queda como patria de los héroes) plana). 
En la de cinco San Martín, en la de diez va Rivadavia y en el silencio de la noche el ala enorme de la patria.

(Pero no son ellos, nunca son ellos, no caben, qué decreto podría confiscarles la dimensión que más allá de la estampilla empieza. Nacer para que un tipo te lama la nuca en la recova, antes de la madrugada. Nacer para que una máquina selladora te parta la cara dos millones de veces al día.
   (cf. Estadísticas de Correos. Los de las estampillas de más arriba de un peso
    Acomodados
    Menos Babia
    Pataditas con guante, tolerables) y ésa es una de las maneras de estar – en – la –historia.)




Decime una cosa: vos, ¿por qué escribís?
-Porque me entretengo, como todo el mundo –dijo Andrés.
-Perfecto, es lo que necesitaba. Ni siquiera empleaste el término “divertirme”, que hubiera obligado a un rodeo.
-Te advierto –dijo Andrés- que las más de las veces cedo a una necesidad. Hay una tensión que sólo se dispara sobre la página. Es lo que los escritores abnegados llaman “la misión”, partiendo de la razonable idea de que toda ballesta tensa incluye una flecha y que la flecha tiene por misión ir a clavarse en alguna parte. 
-Pero esa necesidad- dijo inquieto el cronista- ¿tiene fundamento exterior a vos, digamos,
Un imperativo moral
Una propedéutica  una mayéutica  algo que te obliga éticamente?
-No señor –dijo Andrés abriendo los ojos-. Eso se lo ponemos después, como el cazador habla de los daños que ocasionan los zorros en las granjas y la conveniencia de exterminarlos. En el fondo escribir es como reírse o fornicar; una suelta de palomas.
-De acuerdo. Pero hay que distinguir entre la literatura digamos “pura”, y Dios me perdone el mal uso, y el ensayo con fines docentes. Aquí hay más que entretenimiento; por lo regular el que enseña no se entretiene.
-Esencialmente, sí -dijo Andrés-. Si enseña por vocación, en principio actúa para cumplirse, y a eso le llamo yo entretenimiento. Realizarse es divertirse. ¿O vos crees que no?
-En fin, la cosa es sutil –dijo el cronista que plagiaba frases de la versión española de Los tres mosqueteros.
-Los poetas, por ejemplo, son felicísimos con sus poemas, a pesar de que se considere elegante suponer lo contrario. Los poetas saben muy bien que su obra es su realización, y bien que la saborean. No creas nunca en las historias de poemas escritos con lágrimas; en todo caso son lágrimas recreadas, como las de los actores. Las lágrimas verdaderas, a base de cloruro de sodio, se lloran por y para uno mismo, no para proporcionar tinta lírica. Acordate de San Agustín cuando se le murió el amigo: “Yo no lloraba por él sino por mí, por lo que había perdido.” Y por eso las elegías siempre se escriben mucho después, recreando el dolor y siendo feliz como se es feliz mientras se escucha morir a Isolda o se asiste a la desgracia de Hamlet.
-Príncipe de Dinamarca –dijo Stella.
-Claro que la cosa es sutil, como decís vos. Me imagino que Vallejo pudo llorar mientras escribía sus últimas páginas. O Machado, si querés. Pero en ellos el dolor era su humanidad, estaban como dados al dolor, o tomados por el dolor. Creéme, cronista, sus últimas páginas debieron ser sus mejores momentos, porque delegaban el dolor personal en el histrionismo de alta escuela que supone siempre convertirlo en poesía. Si sufrían en ese momento, sufrían como puede sufrir quizá una estrella o una tormenta. Lo peor era después, cuando cerraban el cuaderno, cuando reingresaban en el sufrimiento personal. Entonces sí sufrían ellos, como perros, como hombres deslomados por su destino. Y la poesía ya no podía hacer nada por ellos, era como un juguete roto, hasta una nueva iluminación y una nueva felicidad.
-Así ha de ser –dijo el cronista-. De paso me explica por qué siempre me han jorobado los escritores agremiados que se proclaman mártires de su labor. ¿Por qué mártires? En el peor de los casos, si realmente sufren al crear, deberían estar satisfechos como los santos, porque ese sufrimiento vendría a ser la prueba de la cuenta, la corroboración.
-Cuando oigo decir a un escritor que sufre como una madre al escribir, me siento inclinado a mandarlo a la mierda –dijo Andrés-. El lema de un poeta no puede ser sino éste: En mi dolor está mi alegría. Y esto nos trae de nuevo a territorio nacional porque, viejito, aquí no sufrimos lo bastante como para que la alegría creadora rompa los vidrios y corra por los techos. Cuando hablo de sufrimiento, me refiero al de la gran especie, al que suscita un poema como el de Dante. Por el momento nuestra Argentina es un limbito, un entretiempo, un blanco acaecer entre dos nadas, como muy bien tiene dicho Juan en alguna parte.
-¿A vos te parece entonces que el sufrimiento debe preceder a la alegría? –dijo sobresaltado el cronista.
-No, porque la causalidad no tiene vigencia más que para lo epidérmico del destino. Decir que quien no llore no reirá es absurdo, porque en lo hondo, en el laboratorio central, no hay ni risa ni llanto, ni dolor ni alegría.
-¿No? –dijo el cronista- Avisá.
-Hablo siempre del poeta –dijo Andrés-. Sospecho que el poeta es ese hombre para quien, en última instancia, el dolor no es una realidad. Los ingleses han dicho que los poetas aprenden sufriendo lo que enseñarán cantando; pero ese sufrimiento el poeta no lo aceptará nunca como real, y la prueba es que lo metamorfosea, le da otro uso. Y ahí está precisamente lo terrible de un dolor así; padecerlo y saber que no es real, que no tiene potestad sobre el poeta porque el poeta lo prisma y lo rebota poema, y además goza al hacerlo como si estuviera jugando con un gato que le araña las manos. El dolor sólo es real para aquel que lo sufre como una fatalidad o una contingencia, pero dándole derecho de ciudad, admitiéndolo en su alma. En el fondo el poeta no admite jamás el dolor; sufre, pero a la vez es ese otro que lo mira sufrir parado a los pies de la cama y pensando que afuera está el sol.
-Yo me bajo en la esquina –dijo el cronista-. En realidad no conseguí llegar adonde quería. Me refiero a este tema, no a mi domicilio. Aparte de eso estoy de acuerdo con vos. Pare ahí nomás, en esa puerta tan elegante. Che, fue una noche estupenda. Esa parte con el chino…
-¡Pobre chino! –dijo Stella.



…miraba la calle con una borrosa atención…



La chimenea del ascensor se perdía en la oscuridad
Sí, no era de día, no era de día,
Donde sin duda Juan estaba maniobrando el ascensor
                  (¿por qué basta decir sin duda para que inmediatamente salte la duda extrema? Fin de capítulo: “Y se separó tiernamente de su esposa, a la que sin duda hallaría sana y salva al regreso de su expedición---“ El buen lector: “Zas, ahora se arma.”



…el ascensor envuelto en luz, escurridizo…



Alcanzó a pensar que no hay problemas, que un problema es siempre una solución vuelta de espaldas.



En su piecita, muy cerca de las estrellas, dormíase el cronista.



-Y vos no salgas con tus frases neosensibles.



-Esperáte un poco. Nosotros vimos todo eso, anoche. Qué gobierno ni qué ocho cuartos.
-Ocho cuartos –dijo el Bebe, soplando la boquilla y mirando a través-. Frase optimista de los tiempos en que había ocho cuartos. Conformáte con un ambiente y dos placards, nena.



-Se ríe solo como los locos- dijo Clara, acariciándole una mejilla para sacarle una lágrima que le resbalaba.
-Aunque sea plagiar a Chesterton –murmuró Juan, carraspeando-, conviene que sepas que ningún loco se ríe solo. Lo que se llama reír, entendés. Apenas si a los seres más elevados les es dado el derecho de prescindir del interlocutor y sin embargo reírse: esa risa es divina, porque se crea a sí misma y se complace a sí misma. Una especie de masturbación epiglótica.



-Y que se mejoren todos- terminó Clara, que hablaba con los ojos cerrados como en realidad se debe hablar por teléfono. (…) Qué humedad. Se queda una pegada a todo.



(…) Anoche, para dormirme, me recité un poema tuyo…




Miraba al fondo de la avenida, el tráfico confuso, la vaga perspectiva entre los bancos de niebla. El taxi patinó al girar por Tucumán, y Clara tuvo como una náusea en el instante de deslizamiento.
-Morirse debe ser parecido- le dijo a Juan-. Un cambio como de movimiento. En realidad el movimiento del auto es el mismo, pero cuando hace el trompo la calidad cambia: algo blando, irreal, como si no tocara el

-Lo toca, pero con las ruedas quietas.
-Justamente eso. El que se muere es como la rueda: quieta, y entrando en el nuevo movimiento de su quietud.




-Me apena que hayan volteado el café –dijo el señor Funes-. Y qué raro parece el Colón con esa parte a la vista, y…
“Obsceno”, pensó Juan. “Sí, ciertas fachadas desnudas, de pronto es la pornografía”. 



Che, es emocionante ir a palco. Yo al Colón lo conozco como a la carne de vaca, de todas partes salvo el lomo. Buen chiste.



…viendo luces y a un señor rengo que subía lentísimo la escalera con esa suave irrealidad que da el silencio de las alfombras, oyendo el cloqueo de los grupos ya compuestos, palcos prefabricados que subían a meterse en su envase…



…y en razón de mi cultura artística, me ha encomendado pegarle una balconeada a este concierto.
-Pero para eso debías irte al paraíso –dijo Juan.
-Vos sabés muy bien que las noticias sobre el paraíso están todas fabricadas en la tierra. Buen chiste.



En la platea, ya enteramente ocupada, había un conversar presuroso, como agotando las noticias antes de que se apagaran las luces.



Buscó una mano de Clara y sus palmas húmedas se tocaron, con una pequeña angustia local de no más allá de las muñecas.



Ya aplaudían en lo alto, y no se oyó el final.
-¿Pero por qué carajo aplauden? –dijo el cronista al oído de Juan.
-Porque nacieron para eso –dijo Juan-. Unos hacen las cosas y los otros aplauden, y a eso le llaman cultura musical.



Entornando los ojos, vio reducirse la flaca figura del artista a una silueta a la tinta, un muñeco de bruscos sobresaltos, con el pelo blanco agitado por un viento repentino. Tenía algo de chivo emisario, de camino al Gólgota; de sus manos estaban saliendo todos los pecados del mundo; maligno el canto, inútilmente hermoso. Y eso nacía de un mundo de tiniebla, como todas las voces que importan, y caía en una sala falsamente a oscuras, llena de reflejos furtivos, lamparillas de seguridad, tornasol de joyas, murmullos. El grillo chirriaba y todo el teatro dependía falsamente (con una atención montada en el ocio, la afición, el escapismo) del lenguaje casi ridículo en su colérico dialogar con la bocaza del piano, su alternación de voces, sus encuentros y fugas, su irritada materia heterogénea fundida a la fuerza por el herrero de Bonn. “Un ciego tocando a un sordo, pensó Juan. “Que después te vengan a hablar de alegorías”. Los aplausos cayeron como una lluvia de arena, y la luz se encendió de golpe, casi con la última arcada.



La forma más abyecta del hastío es la que lo agarra a uno en piyama. Ya entonces no hay salvación.



Concluía el movimiento, y cuando saltaban como frituras los primeros aplausos…


En la sala se creó ese fluido que más tarde desaparece para dar lugar a la palabra “éxito”…



No has cambiado, Pincho. Sos el egoísmo con la raya al costado.



-Pobre Artaud –dijo Wally-. El perfecto calidoscopio: su obra pasa de mano, y en ese instante cambian los cristales (cambia la mano), y ya es otra cosa.
-Quizá –dijo Clara, que estaba entre ellos- las obras que importan no son las que significan, sino las que reflejan. Quiero decir las que permiten nuestro reflejo en ellas. Un poco bastante lo que sugería Valéry.
-De donde se extrae una vanidosa consecuencia –dijo Wally-. Y es que los importantes somos nosotros. Tu idea es el artículo primero del estatuto de un club de lectores. Por mi parte, prefiero hacerme chiquitita y dejar que el libro se me venga encima.



Ya apagaban las luces en la sala. Wally los miraba con una cara en donde la boca parecía el borde de un silbido.



Qué sabe mi lengua de cómo vive mi pie.




…Cada día hacen más falta los recuerdos. ¿Usted se ha fijado cómo la gente olvida?
-Tiene un tizne en la nariz –dijo Clara-. Y no creo que olvidemos más que antes. Lo que hay es que antes se vivía con el buen escapismo del todo tiempo pasado, etc. O al revés, la religión del porvenir y el resto. Ahora… pues es esto: ahora. No place for memories.
-Pero usted sabe que el ahora no existe realmente- dijo el cronista.
-¿No?
-Lo que quiere decir el cronista es que lo importante es lo que le da sentido al ahora, o sea el antes o el después.
-No he querido decir eso en absoluto –protestó el cronista-, pero encaja bastante bien con la idea general. La gente recuerda menos ahora porque, en cierto sentido, todo recuerdo es una acusación.
-Qué razón tenés –dijo Juan-. Esto que flota en el aire actual, esta conciencia de que somos culpables de algo, de que estamos acusados…
(…)
-¿Pero qué derecho tendría el pasado para acusarnos? –dijo Clara, corriendo minuciosamente la ranura de su rouge.
-Ninguno –dijo Juan-. No es él quien nos acusa, sino nosotros mismos. Sólo que las piezas del proceso vienen del pasado. Lo que hicimos. Y lo que no hicimos, que es todavía peor. Este desajuste insalvable.
-Mirá, es un asunto del que se habla demasiado y se comprende poco –dijo el cronista-. Se habla de que estamos malográndonos por falta de estilo, porque nos hemos salido del friso y de la regla áurea. ¿Viene de ahí nuestra neurosis?
-Viene de algo mucho peor –dijo Juan, secándose las manos con una servilleta de papel que quedó como una bolita sucia al borde de un plato-. Si por lo menos hubiésemos perdido eso que llamás estilo. Pero no, estamos como los resucitados del Juicio Final en la piedra de Bourges.
¿te acordás de la foto, Clarucha?, con un pie fuera y el otro en el ataúd, esforzándose por salir pero atrapados todavía por la costumbre de la muerte. Entre dos aguas, como el señor Valdemar; y sufriremos el oprobio mientras este vivir transitorio dure.
-Vas bien –dijo Clara, suspirando- pero sos tan confuso.
-Confuso es esto que quiero decir. Convéncete, cronista. El horror de la existencia lo vio Rimbaud mejor que nadie: “Moi, es clave de mon baptême”. Te criás en la estructura cristiana, reducida nomás que a un cascarón de tortuga donde te vas estirando y ubicando hasta llenarlo. Pero si sos un conejo y no una tortuga, es evidente que estarás incómodo. Las tortugas, como el gran Dios Pan, han muerto, y la sociedad es una ciega nodriza que insiste en meter conejos en el corsé de las tortugas.




…Cada gesto auténtico se ve frenado, desanimado por un conformismo de mi naturaleza. A cada minuto, cuando decido: “Mañana ----“, surge mi rebelión. ¿Qué es mañana? ¿Y por qué mañana? Entonces el reloj suizo echa a andar, aceitado y perfecto, y el cucú que tengo aquí en la cabeza me canta: “Mañana es un nuevo día, amanecerá nublado con temperatura en sostenido ascenso, el sol sale a las seis veintidós, día de Santa Cecilia. Te levantarás a las ocho, te lavarás----“
Fijate que eso solo: te levantarás, te lavarás, eso solo es tu bautismo, los grilletes, la estructura occidental.



…y ese aire grotesco de toda máquina arrancada a sus normas.



…abrir los libros, pregustarlos, ser feliz, tan feliz. Los días eran altos, y las desdichas ayudaban tanto a la felicidad.



Andrés las miró, remoto.



Andrés retuvo un poco el tubo en la mano, sin pensar, viviendo el teléfono, esa cosa por donde un segundo algo suyo y algo ajeno unidos sin estarlo.



“Morirse es como escribir”, pensó Andrés. “Sí”, Pascalito, vaya si morimos solos.” Se acordaba de sus primeros cuadernos de ensayos, sus torpes novelas. Todo lo que de ellos hablaba con los camaradas; las ideas, la discusión del planteo, los ambientes. Y después su piecita, el mate amargo, la alta noche; a veces su gato negro sobre las piernas, ajeno pero tan tibio.



Basta de fantaseo. No le pidas al discurso lo que es del canto.



Clara escuchaba, perdida la voluntad en el desfallecimiento de la fatiga, el arribo, lo inmediato.



Con la bocanada de aire vino el olor, dulce y bajo, apenas perceptible al principio. Cola hervida, papel mojado, humedad, guiso recalentado, “aquellos olores de la escuela primaria”, pensó Andrés, estremeciéndose, “ese jabón misterioso que flotaba en el aire de las aulas, en los patios. Nunca más encontrado, inolvidable. ¿Era el olor o era la manera de oler? Algunos sonidos, colores de la infancia, sustancias tan próximas a la cara, a la ansiedad---“ Esto era un olor compuesto, cansado, un resumen moviéndose en el aire que entornaba las puertas. Hasta las voces, apagadas por el maderamen y la humedad, parecían parte del olor. Se dieron cuenta de que habían estado sintiéndolo desde que entraron, y que la bocanada de aire caliente no hacía más que condensar esa dulzona repugnancia continua.




-Veinte minutos así –dijo Juan-. No te lo deseo, viejo. Al rato todos sentimos la tierra. No sé cómo explicártelo, en un túnel de subte no te preocupa la profundidad porque el movimiento la anula. Pero de golpe esa quietud que dura, ese ahogo. Entonces mirás el techo del coche y sabés que arriba está la tierra, metros y metros. Yo haría un pésimo minero, viejo: geofobia, si me permitís calificarlo así.
-Linda palabra –dijo Andrés-. Se estira como un chiclet; da para mucho.



El sonido, sustancia necesaria, carne para la idea inalcanzable.



…¿Y qué ocurriría si la música tuviera conciencia?
-Nada, se me dio por imaginar el horror de una música bella que se siente vivida por una boca indigna, silbada por un mediocre cualquiera. Mozart, por ejemplo, tocado por ese Migueletti. Y lo pensé al darme cuenta.
Lo vengo viendo desde hace tanto, pero hoy—
Al sentir cómo los valores, esos retratos si querés, están inermes en las manos de los tipos que los apilan en un rincón. Que ni siquiera los destruyen; simplemente los arrumban.
-Nadie se deja arrumbar si no es arrumbable –dijo Clara, divirtiéndose en hacer rodar las erres-. Eso es lo horrible. Por lo menos vos te sentís acorralado, no sabés bien por quién ni contra qué. Pero pensá en la gente que ya no cuelga de su ganchito, y sigue posando de retrato sin darse cuenta de que la han tirado a un rincón.
-Como alguien que en plena noche se pusiera una máscara, un disfraz, y se quedara así, solo y a oscuras.



Clara lo miraba, prolongando la pregunta. Resbaló en la humedad, Andrés la sostuvo. Ahora la tocaba con ambas manos, fijándola en el espacio, frente a él.



-Hay tan poco que decirse, si de decir se trata.
-Tenés razón. Siempre es como si las palabras y su tiempo estuvieran desajustadas, perdoname que sea ingeniosa como si lo que debiera decirte ya no fuese oportuno, o lo será un día en que vos o yo faltaremos, y nada podrá ser dicho.




-Sabés bien cómo lo quiero. No estoy arrepentida de haberme ido con él. En el fondo lo que me duele es que vos y él no sean uno, o que yo no pueda ser dos.
-Por favor –dijo Andrés-. Está tan bien así. No digas más nada.
-No, no está tan bien así –dijo Clara-. No está bien. Solamente está, como siempre.
-No lo lamentes –dijo Andrés.
-No es eso, no es precisamente eso. Lo que duele es estar segura de haber hecho lo justo, y en ese mismo sentimiento, de golpe, el asco de la justicia, saber que nada es justo cuando hay más de dos.



Pero no te rindas a la bondad. Mirá, tener lástima cuando no se ha hecho mal, esa flojera horrible como condenarse, sabés, perder el derecho de elegir cada mañana tu traje y tu silbido y tu libro para leer.



Cuando vomitamos lo comido cumplimos un acto orgánico que coincide oscuramente con la más secreta ambición humana, la de decirle a la naturaleza que se vaya al cuerno con su asado de tira y su lechuga.
-Sos grande- dijo el cronista.
-Te voy a confiar un gran secreto –dijo Andrés-. El pecado no fue que Eva comiera la manzana; el pecado fue que la vomitó.



-Es increíble –dijo una de las mellizas-. Las nueve y media. Andá a hablarle a mamá, Coca.
-¿De dónde? Con el vigilante en la puerta, y después la calle, yo…
-Bueno, voy yo.
-No. Vamos juntas.
-Bueno.
“Con diálogos así se escriben libros notables”, pensó el cronista mirando a Juan que bajaba, parándose en cada escalón para estudiar la escena, con todo el aire del que juega a no ver lo que está viendo.



Volver es siempre refugiarse en los huecos sabidos.



…y los sellos rotundos y el aire de estallido final de sinfonía que todo buen diploma ostenta…



…y el vigilante de la entrada era ahora el vigilante de la salida, relatividad de las cosas…




-El cielo es la panza del pasado muerto –dijo la voz de Juan.



Y Juan mascullaba versos sueltos, inventaba cosas, se divertía en su pequeño infierno portátil.



-Sí, vos, hijo de mil putas.
-Con una basta –dijo Andrés-. No amplifiques.



Caminó vivamente la cuadra y media que le quedaba, pensando en el café que se iba a preparar en seguida. Lo bebió en la cama, preguntándose si Andrés llegaría a tiempo para dormir unas horas. Tuvo el tiempo justo de poner la taza en la mesa de luz, y el cansancio se la llevó como un vientecito.






No hay comentarios.:

Publicar un comentario